POÉTICA
Hay algo aquí que no encaja. La comunicación de este acto no celebra nada. La celebración de este acto no comunica nada. A nadie, en su sano juicio, se le ocurriría un trabajo de estas características, en estas circunstancias. Lo que sigue a continuación procede de niveles de experiencia que, por simple sospecha terapéutica, deberían de ser negados. Vistos desde el ámbito del tiempo y el lenguaje de la crítica (una crítica subjetiva, personal, intransferible: una autocrítica: nada que ver con la literatura, con la poesía), no se corresponden con una destrucción justificada, con un signo previo, ni con una perspectiva del destino que afirme una entidad o una presencia. La mínima poemática y poética se muestra inexorable y fragmentaría, anónima, porque el rostro de todos los actos, el culpable verdadero del fracaso, responsable del texto y de la historia, debe quedar al margen. O, para ser más exactos: sería aconsejable que quedará marcado y recluido para siempre, oculto en las entrañas de lo oscuro, aislado entre los restos del naufragio. Aunque esta tarea descriptiva, anotadora, en su extraña materia de registro, suplica reflejarse en un espejo. Y este espejo, de nuevo, a un lado de los márgenes prohibidos, me pide que lo salve del silencio. No habría más que seguir el curso de las transiciones, dice, de las transformaciones. Porque, como escribió Canetti, “Todo sigue ahí. Lo que te hostiga y lo que te complace –lo que te pasa por la cabeza sigue siendo lo mismo. No se puede hablar de la unidad de la persona, pero sí de una unidad de las personas. Y algo es diferente, sin embargo: el orden en el que se presentan las personas que te constituyen”.
Lo que sigue pertenece a determinado gesto, a determinado tránsito, y a cierto estilo.
A algo que se pierde en el camino, que se va perdiendo, y que ya se ha perdido.
(En Joe Strummer: The Future is Unwritten, el documental de Julien Temple, encontramos un ejemplo, entre otros muchos posibles, de lo que he intentado expresar más arriba. Temple nos cuenta la historia de un hombre que, como muchos otros hombres, vivió atormentado por las contradicciones. Strummer era en realidad John Mellor, hijo de diplomático y educado en un colegio privado. “Strummer” significa “rasgueador” y fue el seudónimo que Joe adoptó como ejercicio de renuncia, de desclasamiento, como ejemplo ilustrativo de su nueva condición de proletario. A lo largo del documental podemos observar las luchas interiores de Joe por encontrar su lugar en el mundo, es decir, por encontrarse a sí mismo. Diego A. Manrique lo ha expresado a la perfección en la reseña que hizo de la película: Joe Strummer: “el ‘hippy’ que quiso ser punk”. A Joe le fascinaba la imagen del trovador comprometido, a lo Woody Guthrie, y de esta imagen saltó al pub rock (The 101ers) y al punk de su época (The Clash) a la velocidad que marcaba el momento: todas las cosas, entonces, sucedían muy deprisa. Pero, en ocasiones, la demagogia propia del punk no iba con Joe; él interpretaba el personaje, pero esto no le dejaba dormir tranquilo. ¿Cuántas personas habitaron en Joe a lo largo de su vida? ¿Cómo podía conjugar sus modales impecables con esa furia instintiva, salvaje, hacia cualquier clase de jerarquía social? ¿Qué diablos buscaba en Granada, en La Alpujarra, fumando marihuana, siguiendo la pista de Federico García Lorca? Toda la aventura de Joe, todo el “texto” de su historia, viajaba con él en bolsas de plástico que contenían sus apuntes, sus objetos privados, sus dibujos, sus notas escritas en Post-It. A través de las imágenes, en el documental de Temple, podemos observar, en ocasiones, el gesto de un hombre torturado; pero también el rostro de alguien que contagiaba optimismo y rabia. “El pensamiento –le confesó en una ocasión a Temple- es la razón para levantarse por la mañana”. Todo el documental de Temple gira alrededor de las hogueras, de esas llamas solidarias que tanto gustaban a Joe. La primera “campfire” se celebró en el Festival de Glastonbury; allí se mencionó por vez primera la palabra “Strummerville”. Y, desde ese momento, Joe se dedicó a viajar con sus hogueras por todo el mundo: rock, folk, reggae, cumbia, bhangra, y la compañía y la conversación de los buenos amigos. En Últimos escritos sobre filosofía de la psicología Wittgenstein mostraba la diferencia que existe entre exclamar ¡Beethoven!, al escuchar su música, y enunciar “Beethoven nació en el año 1.770”: esta palabra, Beethoven, no tiene el mismo significado en la exclamación que en una proposición enunciativa; y añadía: “a quien no entendiera el tono de la exclamación se le podría aclarar así: de este modo sólo compone Beethoven”. Yo, salvando las distancias, exclamo ahora ¡Strummer! Sus canciones me han acompañado siempre y, ahora, por una cuestión personal, muy íntima, lo hacen a todas horas. Hay una escena, al final del documental de Temple, en la que vemos a un hombre que se mueve nervioso, agitado, golpeando en su cabeza, luchando con sus ideas, intentando escapar de la jaula; Joe vuelve a una sala de grabaciones después de meses alejado de la música; y, al final, el hombre encuentra aquello que demanda: el rostro de Joe muestra, más relajado, que algo encaja. Julien Temple nos cuenta que Joe encontró la paz interior que buscaba con su última banda, Mescaleros: Johnny Applessed, Minstrel Boy: esa música sencilla que busca su reflejo en el espejo de un contexto; ese giro melancólico que parece perderse en el umbral del tiempo. El pensamiento –dijo Strummer- es la razón para levantarse por la mañana. Y quizás sea cierto.)
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